domingo, 15 de febrero de 2009

Eighties Bar (Capítulo I)

Las gotas de agua comenzaban a caer muy lentamente. Grandes gotas de agua que se estrellaban en el suelo como queriendo penetrar hasta el mismo centro de la tierra y quizá queriendo disuadir así a la gente de la inminente tormenta que se acercaba. Yo lo miraba todo a buen resguardo, cubierto por la marquesina de un pequeño bar en la esquina de la calle más larga de la ciudad. A esa hora de la tarde la gente se apresuraba, algunos regresando a su trabajo, otros tratando de llegar a su hogar y algunos otros buscando sin cesar un lugar donde cubrirse de la lluvia, momentos después la calle quedó semidesierta y sólo transitada por los autos en su ininterrumpido vaivén a lo largo de la calle y por las gotas de lluvia que aumentaban su número y la frecuencia con que se estrellaban en el pavimento.

Observando la caída del agua desde el lugar en que me encontraba meditaba y me daba cuenta que mi ánimo estaba de acuerdo con aquella atmósfera de tristeza pues tenía en el bolsillo apenas algunas monedas para mi pasaje de regreso a casa, había tenido una entrevista de trabajo a unas cuantas calles de ahí y no me había ido nada bien, para ese entonces la cuenta de todas las entrevistas que había tenido en el último mes se encontraba perdida. No sé porque la mala suerte optó por fijarse en mi, se enamoró y me desposó sin pedirme permiso, lo cierto es que de las tantas entrevistas que tuve desde que salí de la escuela en ninguna parte me aceptaron, llegué a pensar que no estaba preparado para todo ese mundo voraz que sólo se alimentaba de métodos y de dinero, ese mundo en donde el amiguismo y las recomendaciones van por encima de todo, incluso de la inteligencia, de ese mundo moderno que calcula tus pensamientos, tus intereses y tus pasatiempos y los mide en números y con exámenes que no sé quién invento, un loco, eso es lo más seguro.
El lugar donde me encontraba era un bar llamado “Eighties Bar” y tenía como entrada una pequeña puerta de metal con vidrios polarizados y letreros fluorescentes donde se ofrecía música de la década de los ochenta y algunas copas. De muros grises, ventanas y vidrios iguales a la puerta, letreros anunciando espectáculos nocturnos y copas de cortesía para llamar la atención de los pocos transeúntes a esa hora de la tarde. Había muchos más comercios en esta parte de la ciudad, tiendas comerciales, farmacias y restaurantes, había también y un poco más lejanos algunos bancos y edificios de oficinas y a unos pasos de donde me encontraba estaba la entrada del metro de la ciudad.
Estaba agobiado por la presión de la cita de trabajo así que después de haberme entrevistado y terminar con la clásica frase –“nosotros te llamamos” –, me desanudé la corbata y desabotoné el cuello de mi camisa, sintiendo así un poco menos de presión en la garganta permitiéndome respirar mejor y deshacerme de la presión y el malhumor que tenía debido al coraje hecho momentos antes. A mi mente llegó un dicho popular cuando miraba las gotas caer en los charcos que se arremolinaban ya en la calle y que decía: ¡Qué bello es ver llover y no mojarse! Aunque en otro contexto, esto se aplicaba a los momentos que estaba pasando.
Llegaron los recuerdos como nubes, y a mi mente llego una tarde como un rayo de luz, una tarde como esa y unas frases de mi padre.
–Papá, ¿por qué llueve? –Mi padre en aquel entonces era un campesino que, donde quiera que iba dejaba el olor de la hierba, de la tierra húmeda, de aquellos amaneceres llenos de niebla y de un sol que tímidamente se apresta a salir, del río que desemboca en el mar y del sudor de su trabajo. Un hombre rudo con la única educación que la vida le dejó, sabía los secretos de la tierra y la sabiduría del tiempo para sembrar y criar animales, era un hombre que luchó por labrarse un porvenir y lo logró pero como un hombre de campo, no administró sus bienes y poco a poco se fueron difumando en el aire, hasta quedarse con las manos vacías.
–La lluvia es un regalo de Dios – Respondió aquella vez.
–Y, ¿quién es Dios? –Preguntaba yo con una cara de franca inocencia.
–Dios hijo mío, es el padre de todo y de todos, es el padre del agua de ayer y de hoy y de siempre, es el padre de la hierba, de los animales, del día, de la noche, del viento y de los árboles y de todo lo que tus ojos alcancen a ver, de tu destino y del mío, mi padre lo llamaba “suerte”.
¡Qué sencillo era todo eso!, ahora mi vida se perdía entre las entrevistas de trabajo y las desilusiones de nunca ser llamado, se perdía entre la desesperación de sólo contar con el pasaje de ida y vuelta, entre el hambre y los aparadores que a veces se movían como fantasmas y ofrecían productos que no podía comprar.Siempre me he preguntado, ¿cómo le hará la gente para sobrevivir y ser tan indiferente a cada universo individual?, ¿cómo se puede sobrevivir en el día a día, con trabajos mal pagados y con las ilusiones muertas o agonizando?. ¡Qué asco!, si, ¡qué asco de vida llevamos!.

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3 comentarios:

Bibiana Poveda dijo...

No sé cómo hacemos... Me pegó fuerte este, Euge... yo ando en entrevistas de trabajo.
No sé dónde atiende Dios...
Sólo sé que puedo calmar la agonía leyendo.
Gracias, un abrazo, amigo.

Eugenio dijo...

Yo también estoy así mi esimadérrima, aún queda mucho en la historia, aún estoy reeditando y buscando...

Apenas unos cuantos pesos, me recuerdo esas instancias.

Un beso y gracias por estar acá.

maria magdalena dijo...

Eugenio
seguro que DIOS esta esperando el momento perfecto para darte todo lo que te mereces, eres un genio escribiendo. Un beso