miércoles, 6 de mayo de 2009

Eigthies Bar (Conclusión)

Quizá la gente muera de alegría, no puedo asegurarlo, sin embargo pienso que es más fácil morir de tristeza, muchos lo hacen. En cuanto al final de este relato, traté de hacerlo de la mejor manera posible, quizá quería decir que el hombre no murió, pero los fríos barrotes de la celda en que me encontraba me regresaron a la realidad y sólo traté de reproducir lo que el personaje de aquella tarde me contó, por suerte siempre he traído lápiz y papel entre mis ropas, eso me ayudó para que los policías que me “basculearon” –como decimos aquí– no me los encontraran.
Esta noche en los separos de una delegación de la ciudad, es la más terrible de las que haya tenido en mi vida hasta ahora. Parado, sin poderme sentar porque se me pega algún pedazo de excremento dejado por ahí u orín, he encontrado al fin un lugar para escribir, con el fétido olor a vómito de borracho he lidiado toda la noche compartiendo la celda con tres personas más. Una celda de cuatro por cuatro, y después de estar meditando en todo lo que pasó hoy en que conocí a ese hombre y al que le debo estar aquí, he resuelto contar el final y lo que tuve que pasar para llegar a esta instancia.
Al finalizar la historia de su amigo, el hombre y yo guardamos silencio, yo pensando si creerle o no, él quizá pensando en si le creía. Después de unos minutos se levantó y me dijo que iba al baño. Yo tenía algunas preguntas que hacerle, por ejemplo: ¿cómo es posible que una persona se enamore de su tristeza? o bien, si la felicidad es lo mejor que hay en el mundo ¿por qué detrás de todo hay una tristeza inherente al corazón?, ¿tendremos que mirar dentro de nosotros para saber que ahí está? Y algunas preguntas más que me dejaron con muchas cosas por averiguar.
En el asiento el hombre había dejado sus cosas a excepción del abrigo y los libros, en un momento dado se me hizo extraño el suceso pero no le di importancia, me puse a mirar a la gente que pasaba por la calle y así estuve por varios minutos, el mesero se acerco a ofrecerme otra copa, lo cual acepté y me sirvió de nuevo, volteé mi cabeza y recorrí el bar con la mirada, había ya varias personas en él, la música comenzaba a escucharse más alto.
Quince minutos y el hombre no salía, comencé a inquietarme, hasta que por fin las ganas de mear fueron superiores a mí, así que me paré y me dirigí al baño, quizá podría de esta forma despedirme de él, que pagase la cuenta y retirarme a casa.
Grande fue mi sorpresa, ¡el baño estaba vacío!, no había nadie y todas las puertas de los inodoros estaban abiertas, ¡nadie!, ni huella había quedado.
–Pero, ¿cómo es posible?, ¡si no he dejado de observar la entrada!–, me dije muy sorprendido y enojado a la vez –Y ahora, ¿qué hago?–, me pregunté a mi mismo con un nerviosismo que aumentaba a cada momento, estaba metido en líos.
–¿Cómo que no tiene para pagar? –Me preguntó el mesero muy enojado–, pues tendrá que hacerlo si no, llamo a la patrulla y con ellos nos arreglaremos, ¿algo de valor que tenga que pueda dejarme hasta que pague?
Recuerdo que mi celular lo había abaratado precisamente esa mañana y que sólo me habían pagado con lo necesario para ir y venir a la entrevista de trabajo, en mis bolsillos no había ni una tarjeta de teléfono y aunque la tuviera, ¿a quién le hablaría? si no me acordaba de los números de mis amigos, ¡todo estaba en el maldito celular!, esa manía de no apuntar los más importantes porque están en la memoria del teléfono.
Tampoco me creyó cuando le dije que había entrado con el hombre de negro, según él yo había entrado solo y había pedido los tequilas por mi cuenta, pero el sombrero seguía ahí, como descansando en el asiento de mi “amigo”, ¿cómo podría explicar eso?, el policía al igual que el mesero, no me creyó, ni la juez que estaba de servicio aquella noche, así que me encerraron hasta el amanecer en estos “separos”, acompañando a tres gentes, un hombre, una mujer y un afeminado que no para de llorar.
Miro las paredes, todas pintadas con leyendas vulgares, algunas muy singulares como: “Puto el que se siente aquí” o “aquí estuvo tu madre güey” y lindezas por el estilo, dibujos obscenos y alguna que otra raya en señal de una cuenta que nunca terminó. Espero que mañana no tenga que caminar mucho a mi casa porque el único dinero que me quedaba se lo quedó el policía al entrar aquí, y es seguro que ya no me será devuelto o quién sabe...
Aún pienso en el sombrero y en la sombrilla que me imagino es el bastón que usaba el hombre de negro, y que me esperan a la salida, porque según el mesero los traía yo puestos y me pertenecían...

Eugenio
Eighties Bar

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1 comentario:

maria magdalena dijo...

Eugenio me ha impactado tu relato,tiene ese algo tan hermoso que te mantiene con la incognita hasta el final. hermoso. un beso